Articulo escrito por H.P. Blavastky, para la revista Lucifer, Vol. V, Nº 27, Noviembre, 1889. Págs. 227-233]
«Porque lo que ves no es sino la parte más pequeña La menor proporción de la humanidad Le digo, señora, si estuviera toda su figura aquí, Seria de una altura tan espaciosa y encumbrada Que tu techo no sería suficiente para contenerla…» (NOTA: [Enrique VI, Parte I, Act ii, Escena 3, líneas 52-56]. FINAL NOTA).
– el hombre de barro– en la prosaica vida diaria de este último. Los EGOS de un Newton, un Esquilo o un Shakespeare son de la misma esencia y substancia que los Egos de un palurdo, ignorante, loco o incluso un idiota; y la autoafirmación de sus genius informantes dependen de la construcción fisiológica y material del hombre físico. Ningún Ego difiere de otro en cuanto a su primordial u original esencia y naturaleza. Lo que hace que un mortal sea un gran hombre y otro sea una persona vulgar y tonta es, como se ha dicho, la calidad y naturaleza de su cascarón y envoltura física, y la adecuación o no del cerebro y del cuerpo para transmitir y dar expresión a la luz del hombre Interno,real; y esta aptitud o inaptitud es, a su vez, resultante del Karma. O, usando otro símil, el hombre físico es el instrumento musical y el Ego, el artista ejecutante. La potencialidad de la perfecta melodía del sonido está en el primero –el instrumento– y ninguna habilidad del último puede despertar una armonía impecable en un instrumento roto o mal hecho. Esta armonía depende de la fidelidad de transmisión, con palabras o actos, al plano objetivo, del inexpresado pensamiento divino que se encuentra en las mismas profundidades de la naturaleza subjetiva o interna del hombre. Siguiendo nuestro ejemplo, el hombre físico puede ser un inapreciable Stradivarius, un violín barato y agrietado, o nuevamente una mediocridad entre ambos, en las manos de un Paganini que lo «anima».
Todas las naciones antiguas sabían esto. Pero aunque todas tenían sus Misterios y sus Hierofantes, no a todos podía enseñárseles por igual la gran doctrina metafísica; y mientras unos pocos elegidos recibían tales verdades en su iniciación, a las masas sólo se les permitía acercarse a éstas con la mayor cautela y sólo dentro de los límites del hecho. Del TODO DIVINO prosiguió Amun, la Sabiduría Divina… no es dada a los indignos», dice un Libro de Hermes. San Pablo, el «sabio Maestro Constructor» (I Cor. iii, 10) (NOTA: Un término absolutamente teúrgico, masónico y ocultista. Pablo, al usarlo, se declara un Iniciado que tiene el derecho de iniciar a otros. FINAL NOTA), no hace más que imitar a Thot-Hermes cuando dice a los Corintios: «Nosotros hablamos de la Sabiduría entre los que son perfectos [los iniciados]… hablamos de la sabiduría de DIOS en un MISTERIO, incluso la Sabiduría oculta». (ibíd., ii, 6-7).
A pesar de ello, aún en nuestros días los Antiguos son acusados de blasfemia y de fetichismo por su «culto a los héroes». Pero ¿han profundizado los historiadores modernos alguna vez en la causa de tal «adoración»? Creemos que no. De lo contrario, ellos serían los primeros en darse cuenta de que lo que era «adorado», o, más bien, a lo que se rendía honores no era al hombre de barro ni a la personalidad –al Héroe o Santo más o menos, que aún prevalece en la Iglesia de Roma, una iglesia que beatifica el cuerpo más que el alma– sino al Espíritu divino prisionero, al «dios» exiliado dentro de esa personalidad. ¿Quién en el mundo profano sabe que incluso la mayoría de los magistrados (los Arcontes de Atenas, mal traducido en la Biblia como «Príncipes»)– cuya tarea oficial era preparar la ciudad para tales procesiones, ignoraba el verdadero significado del «culto» venerado? Ciertamente tenía razón San Pablo al declarar, «Nosotros hablamos de la sabiduría… no de la sabiduría de este mundo… que ninguno de los Arcontes de este mundo [profano] conocía», sino la sabiduría oculta de los MISTERIOS. Pues como de nuevo da a entender la Epístola del Apóstol, el lenguaje de los Iniciados y sus secretos no los conoce ningún profano, ni siquiera un «Arconte» o gobernante fuera del templo, de los sagrados Misterios; nadie «salvo el Espíritu del hombre [el Ego] que está en él» (ibíd., ii, 11).
Si se hubieran traducido los Capítulos II y III de la Epístola I a los Corintios con el Espíritu con que estaban escritos –incluso su letra muerta está ahora desfigurada– el mundo podría percibir asombrosas revelaciones. Entre otras cosas habría una clave para los hasta ahora inexplicables ritos del antiguo Paganismo, uno de los cuales es el misterio de este mismo culto a los Héroes. Mostraría que si las calles de la ciudad honraban a uno de esos hombres, estaban llenas de rosas esparcidas para el paso del Héroe ese día; si todos los ciudadanos debían inclinarse reverentemente ante aquel que era tan festejado; y si el sacerdote y el poeta rivalizaban entre sí en su celo por inmortalizar el nombre del héroe después de su muerte –la filosofía oculta nos da la razón de ello.
«Contempla», dice, «en toda manifestación del genio –cuando está combinado con la virtud– en el guerrero o en el bardo, en el gran pintor, artista, estadista u hombre de Ciencia, que lo eleva por encima de las cabezas del vulgo, la innegable presencia del exiliado celeste, el Ego divino cuyo carcelero eres tú, ¡oh hombre de materia!». Así, denominamos deificación aplicado al Dios inmortal que está dentro, no a las paredes muertas o tabernáculo humano que lo contiene. Y esto fue hecho en reconocimiento tácito y silencioso de los esfuerzos realizados por el divino cautivo que, aún bajo las más adversas circunstancias de encarnación, logró manifestarse.
El Ocultismo, por lo tanto, no enseña nada nuevo al afirmar el axioma filosófico arriba mencionado. Tratando con más extensión el amplio tópico metafísico, sólo le da un último toque explicando ciertos detalles. Enseña, por ejemplo, que la presencia en el hombre de varios poderes creativos –llamados genios en su colectividad– no es debido a ninguna suerte ciega, a ninguna cualidad innata a través de tendencias hereditarias –aunque lo que se conoce por atavismo puede frecuentemente intensificar sus facultades– sino a una acumulación de experiencias anteriores del Ego en su vida y vidas precedentes. Pues, aunque omnisciente en su esencia y naturaleza, aún necesita experimentar a través de sus personalidades las cosas de la tierra, terrestres en el plano objetivo, para poner en vigor por medio de ellas la realización de esa omnisciencia abstracta. Y, añade nuestra filosofía –el cultivo de ciertas aptitudes a través de una larga serie de encarnaciones pasadas, debe culminar finalmente en alguna vida, en un florecer perenne como genio, en una u otra dirección.
Por ello, los grandes Genios, si son verdaderos e innatos y no meramente una expansión anormal de nuestro intelecto humano –nunca pueden copiar o rebajarse a imitar, sino que siempre serán originales, sui generis, en sus impulsos creativos y realizaciones. Como esos lirios gigantes de la India que brotan súbitamente, acunados por las nubes, en las grietas y fisuras de las desnudas rocas de las altas mesetas en los montes Nilgiri, el verdadero Genio necesita solamente una oportunidad para mostrar su existencia y florecer a la vista de todos en el suelo más árido, pues su estampa es siempre inconfundible. Usando un dicho popular, el genio innato al igual que los crímenes, saldrá a la luz tarde o temprano y cuanto más se haya querido suprimir u ocultar, mayor será el torrente de luz arrojado por su súbita irrupción. Por otro lado, el genio artificial, tantas veces confundido con el anterior no es más que el resultado de prolongados estudios y preparación, nunca será, por decirlo así, más que la llama de la lámpara encendida fuera del portal del templo; puede lanzar una larga estela de luz de una parte a otra de la carretera, pero deja el interior del edificio a oscuras. Y como toda facultad y propiedad en la Naturaleza es dual –esto es, puede hacerse que sirva a dos fines, tanto al mal como al bien– de este modo se delatará el genio artificial a sí mismo. Nacido del caos de las sensaciones terrenales, de las facultades perceptivas y retentivas, aún así de memoria finita, siempre será esclavo de su cuerpo; y ese cuerpo, debido a su inconstancia y a la tendencia natural de la materia hacia la confusión, llevará incluso a los considerados grandes genios, de regreso a su propio elemento primordial, que es el caos, el mal, o la Tierra.
Así, entre el genio verdadero y el artificial, uno nacido de la luz del Ego inmortal, el otro de los efímeros fuegos fatuos del intelecto terrestre o puramente humano y del alma animal, hay un abismo, sólo salvable para quien aspira a ir siempre hacia adelante; quien nunca pierde de vista, aun en las profundidades de la materia, esa estrella guía del Alma Divina y de la Mente, lo que llamamos Buddhi-Manas. Este último no requiere, al contrario que el primero, cultivarse. Las palabras del poeta afirman que la lámpara del genio– «Si no es protegida, podada y alimentada con cuidado Pronto muere, o llega a derrocharse con vacilante luz–.» Estas palabras pueden aplicarse solamente al genio artificial, resultante de la cultura y de una agudeza puramente intelectual. No es la luz directa de los Mânasaputras, los Hijos de la Sabiduría, pues el verdadero genio alumbrado por la llama de nuestra naturaleza superior, o el EGO, no puede morir. Es por ello que es tan raro. Lavater calculó que «la proporción de genios (en general) respecto a hombres ordinarios es de uno en un millón; pero genios sin tiranía, sin presunción, que juzgan al débil con equidad, al superior con humanidad, y a los iguales con justicia, esa proporción es de uno entre diez millones». Esto verdaderamente es interesante, aunque no demasiado lisonjero para la naturaleza humana si por «genio», Lavater tenía en mente sólo la clase más alta del intelecto humano, desarrollado por el cultivo, «protegido, podado y alimentado», y no el genio del que hablamos nosotros. Además, tal genio es siempre capaz de conducir hasta los extremos del infortunio o del bienestar, a aquel a través de quién se manifiesta esta luz artificial de la mente terrestre. Al igual que los genios buenos y malos de los antiguos, con quienes comparte tan apropiadamente el nombre, el genio humano coge a su desvalido poseedor de la mano y le conduce, un día a los pináculos de la fama, la fortuna y la gloria, para sumergirle al día siguiente en un abismo de deshonra, desesperación y frecuentemente de crimen.
Pero, de acuerdo con el gran Fisonomista, en este mundo hay más genios de este último tipo, ya que, como enseña el Ocultismo, es más fácil para la personalidad, con sus agudos sentidos físicos y tattwas, tender hacia el cuaternario inferior que remontarse a su tríada –la filosofía moderna, no sabe nada de su más elevada forma espiritual aunque es bastante entendida en conformar genios inferiores– «uno por cada diez millones». Así es natural que confundiendo uno con otro, los mejores escritores modernos se hayan equivocado al definir el verdadero genio. Como consecuencia, oímos y leemos continuamente muchas cosas que a los Ocultistas les parecen bastante paradójicas. «El Genio necesita cultivarse», dice uno; «el Genio es vano y autosuficiente», declara otro; mientras un tercero seguirá definiendo la luz divina no más que para empequeñecerla en el lecho de Procusto de su propia estrechez de mirada intelectual. Hablará de la gran excentricidad de los genios, emparentándola como norma general con una «constitución inflamable», aun lo mostrará como «¡presa de cualquier pasión, pero rara vez de inclinaciones delicadas!» (Lord Kaimes). Es inútil discutir con estos, o decirles que los genios originales y grandes apagan los más deslumbrantes rayos de intelectualidad humana como el sol apaga la luz de una llama de fuego en un campo abierto; que nunca es excéntrico; aunque siempre sui generis; y que ningún hombre dotado de verdadero genio puede jamás abandonarse a sus pasiones físicas animales. En la opinión de un humilde Ocultista, sólo un gran carácter altruista como el de Buddha o Jesús, y el de sus pocos imitadores fieles, pueden ser considerados en nuestro ciclo histórico como GENIOS completamente desarrollados.
De ahí que el verdadero genio tenga pocas posibilidades de recibir su reconocimiento en nuestra era de convencionalismos, hipocresía y contemporización. A medida que el mundo aumenta en civilización, se expande su fiero egoísmo, y apedrea a sus verdaderos profetas y genios en beneficio de sus sombras remedadas. Sólo las agitadas masas de millones de ignorantes, el gran corazón de la gente, son capaces de sentir intuitivamente a una verdadera «gran alma» llena de amor divino por la humanidad, de compasión divina por el hombre sufriente. De aquí que sólo el pueblo llano es aún capaz de reconocer al genio, como que sin tales cualidades ningún hombre tuviera derecho a ese nombre. Ningún genio puede encontrarse ahora en la Iglesia o el Estado y eso lo prueba su propia confesión. Parece que hubiese pasado mucho tiempo desde que en el siglo XIII el «Doctor Angélico» desairó al Papa Inocencio IV, quien haciendo alarde de los millones obtenidos por la venta de absoluciones e indulgencias, le remarcó a Santo Tomás de Aquino que «¡la era en que la Iglesia decía: ‹Plata y oro no tengo›, ha pasado!». «Cierto», fue la rápida contestación; «pero también ha pasado la era en que podía decir a un paralítico, ¡Levántate y anda!». Y sin embargo, desde aquel tiempo y desde mucho, mucho antes hasta nuestros días no ha cesado en ningún instante la crucifixión de su Maestro ideal para la Iglesia y el Estado. Mientras cada Estado Cristiano rompe con sus leyes y costumbres, con todo mandamiento dado en el Sermón de la Montaña, la Iglesia Cristiana se justifica y aprueba esto a través de sus propios Obispos que desesperadamente proclaman: «Un Estado Cristiano sobre Principios Cristianos es imposible» (NOTA: Ver «Ir y Venir en la Tierra», 1er artículo [en el presente Volumen]. FINAL NOTA). De ahí que no sea posible un modo de vida semejante al de Cristo (o Buddha) en los Estados civilizados
El ocultista, entonces, para quien «el verdadero genio es sinónimo de mente auto-existente e infinita», reflejado más o menos fielmente por el hombre, no encuentra en las definiciones modernas del término nada que se aproxime a lo correcto. Por su parte, la interpretación esotérica de la Teosofía seguramente será recibida con risas. La misma idea de que cada hombre con un «alma» dentro de sí, es el vehículo de (un) genio, parecerá supremamente absurda aun para los creyentes, mientras que los materialistas se pondrán de malas con ella llamándola «crasa superstición». Por lo que se refiere al sentimiento popular –el único bastante correcto ya que es puramente intuición, no será tenido en cuenta. El mismo epíteto elástico y cómodo de «superstición» será usado, una vez más, para explicar por qué no ha habido nunca un genio universalmente reconocido –tanto de un tipo como de otro– sin una cierta cantidad de cuentos y leyendas misteriosas, fantásticas y, frecuentemente extraordinarias, relacionadas con ese carácter tan único, acompañándolo en su vida y aun sobreviviéndole. Con todo, son sólo los no sofisticados, las denominadas masas ignorantes, justamente a causa de esa falta de razonamiento sofisticado, quienes sienten, cada vez que toman contacto con un carácter anormal, fuera de lo común, que hay en ellos algo más que el mero hombre mortal de carne y atributos intelectuales. Y sintiéndose ellos mismos en presencia de lo que en la inmensa mayoría está siempre oculto, de algo incomprensible para sus mentalidades prosaicas, experimentan el mismo temor reverencial que sintieron antiguamente las masas populares cuando su fantasía, muchas veces más infalible que la razón cultivada, hizo dioses de sus héroes, enseñando
«…Al débil a inclinarse, al orgulloso a rezar A poderes nunca vistos y más imponentes que ellos.»
A esto ahora se le llama SUPERSTICIÓN… ¿Pero qué es superstición? Es cierto que tenemos miedo de aquello que no podemos explicar claramente. Como niños en la oscuridad, tanto los cultos como los ignorantes, somos todos propensos a poblar esa oscuridad con fantasmas de nuestra propia creación; pero esos «fantasmas» no prueban de ningún modo, que esa «oscuridad» –que es sólo otra forma de denominar lo «invisible» y «oculto»– está realmente vacía de cualquier Presencia salvo la nuestra propia. De manera que si en su forma exagerada la «superstición» es un extraño íncubo, como una creencia en las cosas de más arriba y más allá de nuestros sentidos físicos, no obstante es también un modesto reconocimiento de que hay cosas en el universo, y alrededor nuestro, de las que no sabemos nada. En este sentido la «superstición» no se convierte en un sentimiento irrazonable, mitad asombro, mitad pavor, mezclado con la admiración y la reverencia, o con el miedo, según los dictados de nuestra intuición. Y esto es mucho más razonable que repetir con los sabiondos demasiado doctos: que no hay nada, «nada en absoluto en esa oscuridad», ni puede haber nada allí ya que ellos no han acertado a percibirlo.
¡Eppur si muove! Donde hay humo, ahí debe haber fuego; donde hay vapor húmedo allí debe haber agua. Nuestro reclamo descansa sobre una verdad axiomática eterna: nihil sine causa. El genio y el sufrimiento inmerecido son prueba del Ego inmortal y de la Reencarnación en nuestro mundo. Por lo demás, es decir, por lo que se refiere a las calumnias y burlas con las que se encuentran tales doctrinas esotéricas, Fielding –también una suerte de Genio a su manera– dio cuenta de nuestra respuesta un siglo antes. Nunca pronunció una verdad mayor que el día en que escribió que «Si la superstición hace del hombre un tonto, el ESCEPTICISMO LO CONVIERTE EN UN LOCO».
H.P. Blavastky