«Imposible parece, y sin embargo tal es la triste realidad, que entre todas las religiones del mundo tan sólo el cristianismo dogmático haya sostenido la creencia en la personalidad del diablo. Ni los egipcios a quienes Porfirio diputa por “la más sabia nación del mundo, ni los griegos, sus fieles imitadores, ni los judíos cayeron jamás en tan monstruoso absurdo, ni tampoco en el no menos quimérico de la condenación eterna en el infierno, por más que el actual cristianismo atribuya al demonio todo cuanto se relaciona con los paganos. La palabra infierno que aparece en el original hebreo se traduce siempre torcidamente en las versiones canónicas. Los hebreos no tenían del infierno el concepto que posteriormente le dieron los intérpretes y traductores en el pasaje siguiente:
El texto original dice: “Las puertas de la muerte”; y en ninguna parte aparece la palabra infierno con el significado de “condenación eterna” que le dieron los forjadores de este dogma. El Tophet o valle de Ennom no significa infierno, y la palabra griega gehenna equivale, en opinión de competentes filólogos, al Tártaro de que habla Homero. Prueba de esto nos da el apóstol San Pedro en el pasaje siguiente:
Y si Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, atándolos con amarras de infierno, los arrojó al tártaro. Pero como esta expresión recordaba la guerra entre Júpiter y los titanes, los traductores substituyeron la palabra “tártaro” por la de abismo o infierno. Las “puertas de la muerte” y “cámara de la muerte” que suelen hallarse en el Nuevo Testamento no son ni más ni menos que las “puertas del sepulcro” a que aluden los Salmos y Proverbios. El infierno y el diablo son invenciones del tirano y dogmatizante cristianismo oficial, nacidas al hervor de las calenturientas visiones de los eremitas.
San Mateo, XVI, 18
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