Vuestro credo y la Orden reclaman lo mejor de vosotros;
Hay un periodo en el desarrollo de toda cosa individual viviente en que el ser se da cuenta, con naciente conciencia, de que es un prisionero. Aunque aparentemente libre de moverse y desenvolver su personalidad, la fugaz vida reconoce, por medios cada vez mayores sus propias limitaciones. En ese instante es cuando el hombre clama con más insistencia que nunca por su liberación de las opresivas ataduras que, aun cuando invisibles para los ojos mortales, lo siguen encadenando con servidumbres muchísimo peores que las de cualquier cárcel material. Muchos han leído, sin duda, el relato del prisionero de Chillón, quien paseaba de arriba abajo, dentro de los estrechos confines de su celda, mientras que las azules aguas se agitaban sin cesar sobre su cabeza, y el único ruido que rompía el silencio de su eterna noche era el constante chapoteo de las filtraciones. Compadecemos al prisionero en su prisión material, y nos entristecemos hasta lo más íntimo del corazón, puesto que sabemos cuán ardientemente la vida ama la libertad. Pero hay un prisionero cuya pena es mucho peor que, las terrenales. No tiene siquiera los estrechos confines de una celda en torno suyo, pues no puede, por lo menos, pasear incesantemente, de arriba abajo y tejer surcos sobre los guijarros de su inmundo suelo.
Ese eterno prisionero es la Vida, encarnada en los sombríos y pétreos muros de la materia, sin que un solo rayo ilumine la negrura de su destino. Eternamente lucha, entre los negros ámbitos de tenebrosos muros, pidiendo luz y una oportunidad de inspiración. Ese es el eterno Prisionero que, a través de las infinitas etapas de desarrollo cósmico, a través de innumerables formas y desconocidas especies, pugna eternamente por liberarse a sí y conquistar la libertad de expresarse a sí mismo, derecho natural que toda creatura posee. Siempre en espera del día en que, irguiéndose sobre las rocas que por ahora cierran su informe tumba, pueda alzar los brazos al cielo, sumergirse en el resplandor celeste de la libertad espiritual, ser libre de unirse a los burbujeantes átomos y danzar alegremente, después de romper las cadenas de su prisión y de su tumba.
En torno de la Vida, ese maravilloso germen que hay en el corazón de toda creatura, ese sagrado Prisionero en Su lóbrega celda, ese Maestro Constructor yacente en el sepulcro de la materia, se ha levantado la maravillosa leyenda del Santo Sepulcro. Bajo innúmeras alegorías, los filósofos místicos de todos los tiempos han perpetuado aquel trascendente relato, que, para el Gremio de los Francmasones, consiste en el místico ritual de Hiram, el Maestro Constructor, victimado en su templo por los propios obreros que lo secundaban, mientras se hallaba afanado en crear la morada de su Dios.
La tumba es la materia. La materia es el muro letal de la sustancia, aún no despierta bajo las latentes energías del Espíritu. Existe en muchas formas y grados.
No sólo en los elementos químicos que dan solidez a nuestro universo, sino en mejores y más sutiles esencias. Estas, aunque expresándose por medio de la emoción y el pensamiento, siguen siendo seres pertenecientes al mundo de la forma aun dentro de su sutilidad. Tales sustancias (o esencias) constituyen la gran cruz de la materia, que se opone al crecimiento de todas las cosas, aun cuando, por oposición, hace que dicho crecimiento sea posible. Es la gran cruz de hidrógeno, nitrógeno, oxígeno y carbono, sobre la cual hasta el germen vital del protoplasma es crucificado y sacrificado, agonizante.
Tales sustancias son incapaces de darle una expresión adecuada. El espíritu encerrado en ellas, clama por libertad; libertad de ser, de expresar, de manifestar su verdadero puesto en el Gran Plan de la evolución cósmica. Los grandes anhelos dentro del corazón del hombre son los que lo empujan suavemente hacia las puertas del Templo; es la creciente urgencia de un mayor entendimiento y de más luz lo que da vida, merced a la ley de la necesidad, a la gran Logia cósmica, dedicada a aquellos que, buscando fundirse con los Poderes de la Luz, quieren que los muros de su prisión sean derribados. Esta envoltura no puede ser descartada; debe ser puesta en contacto, solidariamente, con la Vida. Cada átomo cristalizado, muerto, del cuerpo humano, debe ser puesto en vibración y movimiento hasta que alcance el más alto grado de conciencia.
A través de la purificación, a través del conocimiento, y a través de los servicios a sus compañeros, el candidato desarrolla consecuentemente, estas propiedades místicas, y construye mejores y más perfectos cuerpos, a través de los cuales su Vida más alta alcanza manifestaciones todavía mayores. La expresión del hombre, a través del pensamiento, la emoción y la acción constructivas, libera a lo más alto de su naturaleza de cuerpos que, a causa de su estado de cristalización, son incapaces de proporcionarle sus naturales oportunidades. En la Francmasonería, esta permanencia en la materia recibe el nombre de tumba, y representa el Santo Sepulcro de la mística leyenda.
Es la tumba dentro de la cual yace el perdido Arquitecto, y con él, los planos del Templo y la Palabra del Maestro; y es a ese Arquitecto, nuestro Gran Maestro, a quien debemos buscar y rescatar de la muerte. Ese noble Hijo de la Luz clama en nosotros en cada expresión de la materia. Todo, todo señala su lugar de reposo, y la ramita de acacia anuncia que, a través del largo invierno de tinieblas espirituales, cuando el sol no brilla ya para el hombre, esa Luz sigue aún esperando el día de su liberación, en que cada uno de nosotros se levante hacia Él, mediante la garra o apretón de manos del Gran Maestro, la verdadera garra de un verdadero Maestro Francmasón. No podemos, cierto, oír esa Voz que clama eternamente, pero sí sentir su interno llamado. Algo grande y desconocido conmueve las fibras de nuestro corazón. A medida que avanza el tiempo, un gran deseo se intensifica en el maestro por vivir mejor y por cultivar pensamientos dignos de grandeza, moldeando en sí mismo las características del candidato que, al ser preguntado por qué emprende tal camino, pueda, en verdad, contestar, si mentalmente pudiera interpretar lo que siente: “Oigo una voz que dama a mí en la flora y en la fauna, desde las piedras, desde las nubes, desde el propio cielo.
Cada átomo ígneo que gira y vibra en el Cosmos, clama a mí con la voz de mi Maestro.
Puedo escuchar a Hiram Abiff, mi Gran Maestro, clamando en su agonía, la agonía de la vida cubierta de tinieblas entre los muros de su prisión material, tratando de hallar la expresión que yo le había negado, pugnando por adelantar el día de la liberación de su espíritu de cuya clausura soy únicamente yo el responsable. “Mi mundo material y sus reacciones de primario nivel fueron los victimarios de mi alma irredenta”.
Hay muchas leyendas acerca del Santo Sepulcro que, por tantos siglos, ha estado en manos infieles, y que por su errónea interpretación el mundo cristiano trató de recapturar en época de las Cruzadas. Sin embargo, pocos Francmasones aún se dan cuenta de que ese Santo Sepulcro, o tumba, es, en realidad, negación y cristalización, materia cerrada y sellada, en la que se contiene el Espíritu de Vida, que permanecería en tinieblas hasta que el progreso de cada ser individual le otorgue muros de resplandeciente oro, y trasmute en vibrante luz sus pétreos muros.
A medida que desarrollemos más y mejor nuestros medios de expresión, esos muros se dilatarán lentamente hasta que, por fin, el Espíritu surja triunfante de su tumba y, después de bendecir los tremendos muros que lo cercaban, se eleve sobre ellos para unirse consigo mismo a niveles no por menos densos más efectivos y reales.
Consideremos primero lo trágico de la leyenda de Hiram. Citaré tres malvados que, en los momentos en que el Arquitecto trataba de abandonar su templo, lo golpearon con sus propias herramientas hasta dejarlo examine, derribando seguidamente ese templo sobre sus propias cabezas. Simbolizan esos tres malvados las expresiones de nuestra baja naturaleza, expresiones que son los verdaderos oponentes de cuanto bueno llevamos dentro. Esos tres malhechores pueden ser llamados Ignorancia, Fanatismo y Ambición, que después de ardua labor trasmutados en Sabiduría, Tolerancia y Amor, se convierten en gloriosas vías a través de las cuales se manifestará el gran poder vital de los tres regentes, los deslumbrantes constructores de la Logia Universal, que se evidencian en este mundo como Pensamiento Espiritual, Emoción Constructiva y Útil Trabajo Cotidiano, en las variadas formas y lugares que solemos usar para llevar a cabo el trabajo de los Maestros.
Esos tres elementos constituyen el Triángulo Flamígero a que rinde homenaje todo Francmasón; pero que pervertidos y cristalizados, sujetos aún al instinto primario, constituyen una prisión triangular a la que no puede llegar la luz y en donde la Vida languidece entre las tinieblas de la ignorancia, hasta que el hombre mismo, por medio de lo más alto de su entendimiento, logra poner en libertad el poder y las energías que, por cierto, son solidez y gloria del Ser que nos dio la luz.
Ahora, permítasenos analizar de qué manera aquellos tres refulgentes reyes de la aurora se convirtieron, gracias a la perversión e interpretación que de sus manifestaciones hace el hombre, en los delincuentes que asesinaron a Hiram -las dinámicas potencias del cosmos que circulan por las venas de todo ser viviente -, tratando de hermosear y perfeccionar el templo, que ellos construirían según el plan abandonado en el cuarto de trabajo por el Gran Arquitecto del Universo.
Primeramente, tenemos a uno de los tres reyes, o, mejor, deberíamos decir, un canal a través del cual se manifiesta: porque el rey Salomón es el poder de la mente que, cuando se corrompe, se vuelve un destructor que deshace los poderes que alimentan y construyen. La recta aplicación del pensamiento, cuando busca respuesta al cósmico problema del destino, liberta el espíritu del hombre que se remonta sobre lo concreto a través del maravilloso poder de la inteligencia, con sus ensueños e ideales.
Cuando el pensamiento del hombre agita las alas de la inspiración, cuando destruye las tinieblas de la ignorancia con la fuerza de la razón y de la lógica, entonces, ciertamente, todo el ser se ve liberado de su miseria, y se inunda de luz, bañándose en las aguas del poder y de la vida. Esa luz nos permite investigar con mayor claridad el misterio de la creación y hallar, con la mayor certidumbre, nuestro puesto en el Gran Plan, puesto que a medida que el hombre desarrolla sus cuerpos adquiere mayores talentos con los cuales le es posible explorar los Misterios de la Naturaleza y ahondar en la búsqueda de las ocultas obras de la Divinidad.
El Constructor es liberado por medio de tales poderes y su conciencia continúa adelante, de conquista en conquista. Esos altos ideales, esos espirituales conceptos, esas aplicaciones altruistas, filantrópicas y educadoras del poder del pensamiento, glorifican al Constructor. Porque ellas proporcionan el poder de expresar, sea en pensamiento, sea en palabras, sea en acción, y todo el que puede expresarse por sí mismo es, desde ese instante, libre. Cuando el hombre puede moldear sus pensamientos, sus emociones y sus más altos ideales, entonces él es la libertad, porque la ignorancia representa las tinieblas del Caos, mientras que el conocimiento es la luz del Cosmos.
A pesar de que muchos de nosotros vivimos, aparentemente, para satisfacer los deseos primarios del cuerpo como servidores de lo más bajo de la naturaleza, siempre queda en cada uno un poder latente y perdurable, una verdad desconocida. Ese poder vive, en esta condición, acaso por eternidades, pero durante nuestro crecimiento suele surgir con gran anhelo de manifestación en el momento en que descubrimos que la satisfacción del placer de los sentidos es eternamente fugaz, efímera e insatisfactoria, y nos examinamos a nosotros mismos comenzando a darnos cuenta de que existen mayores alicientes para nuestro ser. A veces es la razón, a veces el sufrimiento, a veces un profundo deseo de ser útiles, lo que hace que se manifiesten esos poderes latentes, lo cual patentiza que un gran sueño en medio de las sombras está a punto de tomar el camino de la Luz.
Después de haber vivido todas las experiencias, el hombre aprende a darse cuenta de que todas las manifestaciones del ser, todas esas variadas experiencias a través de las cuales pasa, son pasos que conducen a una sola dirección que, consciente o inconscientemente, todas las almas son dirigidas hacia el pórtico del Templo en donde, por vez primera, ven y comprueban la gloria de la Divinidad.
Es entonces cuando se comprende la alegoría gloriosa del martirizado Constructor, y se siente el poder dentro de uno mismo, clamando contra la cárcel de la materia. Nada tiene ya importancia desde entonces y sin consideración a precio y sacrificio y aun sufriendo el vilipendio del mundo, asciende el candidato lentamente las gradas del Templo eterno. Él conoce la razón que rige al Cosmos, no conoce las leyes que moldean su ser, pero sabe que en alguna parte, tras el velo de la humana ignorancia, hay una luz eterna hacia la cual debemos acercarnos, paso a paso. Con los ojos fijos en el cielo, allá arriba, y las manos juntas en plegaria, sube lentamente las gradas como candidato. Temeroso, temblando todavía por la divina comprobación de lo bueno, llama a la puerta y aguarda, en silencio, la respuesta que vendrá desde el interior.